Los pueblos que desconocen su historia
En estos últimas días estamos siendo testigos de la organización de una impresionante alianza militar para responder a los ataques del IS (o ISIS o Daesh, como también se les llama). En esta alianza Francia se está revelando como un insospechado adalid de esta nueva cruzada, sin duda motivada esta repentina furia por el dolor sufrido a causa de los crueles atentados de esos nuevos bárbaros que atacan nuestra civilización.
Pero la historia está para algo más que para dar contenido a una asignatura del bachillerato (suponiendo que siga siendo asignatura obligatoria) o para entretenernos con su lectura; también está para proporcionarnos lecciones.
Sin remontarnos a nuestra ‘’Reconquista’’ centenaria ni a las cruzadas paralelas que tuvieron lugar en Tierra Santa en la Edad Media, en tiempos más recientes, cuando el Islam lucía en todo su esplendor bajo la roja bandera del Imperio Otomano, y amenazaba al mundo occidental y cristiano ocupando militarmente enormes extensiones de Centro Europa y atacando y asolando innumerables villas y pueblos costeros del Mediterráneo a través de sus franquicias berberiscas, otros líderes europeos buscaban a la desesperada alianzas (como ahora) para combatir al turco y extirpar o al menos alejar el gravísimo peligro que se cernía sobre nuestro mundo. Hasta los menos conocedores de nuestra historia habrán oído hablar de la mítica batalla de Lepanto: enorme gesta que tuvo lugar en 1571 y que fue protagonizada por otra ‘’Santa Alianza’’ creada en aquella ocasión entre el reino de España, los estados Pontificios, el ducado de Saboya, las repúblicas de Génova y de Venecia y la Orden de Malta. La armada católica, bajo el mando de don Juan de Austria (hermanastro de Felipe II) arrasó a los turcos en aquellos mares griegos y consiguió una victoria vital para acabar con la expansión de los otomanos por el Mediterráneo y alejó por una larga temporada el peligro de nuestras costas y mares. Cuarenta años antes, Viena estuvo a punto de caer en manos del sultán y tan solo consiguió evitar tan negro destino merced al inmenso valor de sus habitantes y de algunos aliados cristianos que acudieron en su ayuda, y al liderazgo de la casa de Habsburgo, y centro Europa pudo librarse de ser arrasada en una reedición de lo vivido durante la caída del Imperio Romano. Soldados austriacos, húngaros, lansquenetes alemanes y 700 arcabuceros españoles, mayoritariamente provenientes de Medina del Campo, defendieron la ciudad y acabaron derrotando a un ejercito 6 veces superior y que venía de encadenar una impresionante racha de victorias. Cien años después de Lepanto los turcos llegaron de nuevo a las puertas de Viena, la ciudad imperial, con el mayor ejército musulmán desde los tiempos de Saladino, dispuestos a rematar lo que no habían conseguido el siglo anterior. Ante la inminencia del desastre, el Papa llamó a cruzada solicitando la colaboración y ayuda de los reinos cristianos. Todos acudieron en apoyo de las fuerzas del Sacro Imperio Romano Germánico, con la salvedad de Francia, y contribuyeron con ayuda económica o fuerzas militares, destacando la aportación de los principados alemanes y de Polonia. Nuevamente las tropas cristianas (aproximadamente la mitad de las turcas) salieron victoriosas y alejaron definitivamente (suponemos) esta terrible amenaza del centro de Europa.
Pues bien: en ninguna de tales alianzas (ni en Lepanto, ni en ninguno de los sitios de Viena) tomó parte uno de los principales reinos europeos de la época: Francia. No solo no sumó sus fuerzas a las coaliciones cristianas, sino que sus soberanos pactaron alianzas secretas y no tan secretas con los sultanes turcos, e incluso con corsarios berberiscos, al mero propósito de debilitar la posición del emperador Habsburgo. Cierto es que dicha estrategia consiguió romper con la hegemonía de la citada dinastía austriaco española y acabó por proporcionar a Francia un papel de liderazgo indiscutible en Europa, pero a costa de frustrar una muy necesaria alianza europea, que ya por entonces (siglos XVI y XVII) se desvelaba esencial para afrontar semejantes retos.
Dos sistemas antagónicos de organizar la sociedad, la política, la religión, lo público y lo privado; dos modos muy diferentes de entender la vida se han enfrentado en el campo de las ideas y en el campo de batalla a lo largo de siglos. En aquellos primeros años de los tiempos modernos, el mundo occidental europeo logró imponerse tras décadas de terrible lucha y tras innumerables sacrificios, abriendo a Europa el camino del progreso y del bienestar. Si aquellos ciudadanos europeos no hubiesen actuado con la determinación y valor que lo hicieron, seguramente la historia de Europa y del mundo día sería muy diferente.
Después vivimos años de coexistencia más o menos equilibrada, aunque nunca faltaron episodios de choques cruentos, y nos encontramos ahora, en los albores del siglo XXI, con que una interpretación radical y violenta de las normas y principios que rigen a la comunidad musulmana está provocando grandísimos daños en sus propias filas y extiende su amenaza y el aliento de su terror sobre nuestro aburguesado mundo occidental, al igual que sucedió en el Mediterráneo y en Centro Europa en aquellos siglos. Nosotros somos unos infieles a ojos de estos grupos radicales y violentos y por ello somos enemigos a abatir. En nuestra esquema cultural es muy difícil asumir y comprender esos postulados, pues uno de los logros de nuestra civilización ha sido precisamente el alcanzar, tras muchos sufrimientos, la tolerancia religiosa; por ello, estos ataques, estas amenazas, esta crueldad nos encuentra inermes. Este nuevo enemigo (quizás no tan nuevo) muestra una determinación sin límites; determinación que nace de una profunda fe religiosa, de una educación dirigida a la confrontación y de una acumulación de agravios (unos reales y otros imaginarios) sufridos a lo largo de los siglos provenientes de la otra parte. En cambio, nuestro bando se muestra dubitativo, confuso, desorientado, desunido las más de las veces, como si hubiera perdido la confianza en sus principios, en sus valores o en sus credos, y solo actúa a remolque de las circunstancias: con poca convicción y sin ninguna unidad.
El año próximo (2016) hará 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra. Todo el mundo conoce sobradamente que estamos hablando del más grande escritor que ha dado la lengua castellana, pero no todos conocen sus méritos militares. En 1571 Cervantes se alistó en la Gran Armada liderada por don Juan de Austria y enrolado en la galera ‘’Marquesa’’ participó en la batalla de Lepanto, de donde salió con la mano izquierda desbaratada por un trozo de plomo lanzado por un arcabuz turco y heridas diversas en el pecho y brazos. No fueron esas heridas el único tributo que tuvo que pagar por sus servicios a su patria, a su fe y a sus convicciones, pues unos años después fue apresado por piratas berberiscos y sometido a cautiverio en Argel durante cinco infernales años. La pluma y la espada; el talento y el valor: Cervantes simboliza una perfecta síntesis de todo ello, y, por desgracia, ni en vida fue debidamente reconocido por dichos servicios a la corona, ni tras su muerte recibe el homenaje al que se hizo acreedor. Él no tuvo ningún complejo en empuñar la espada y defender sus principios y sus ideales, comportamiento que más tarde trasladó al papel y su personaje central, el eterno don Quijote, lo dejó todo para emprender un increíble viaje en defensa de la justicia, de la libertad, del honor, y le llamaron loco.
Francia sabe hoy cual es su sitio y reclama el liderazgo que sin duda le corresponde por su peso en la cultura y en la civilización occidental; pero ¿lo sabemos los demás? ¿Sabremos estar a la altura de nuestra historia y de nuestras responsabilidades como hicieron aquellos europeos varios siglos atrás o, adormecidos en nuestro confort, seremos arrastrados por la tempestad que ya suena? ¿Sabremos armonizar la necesaria y decidida defensa de nuestras vidas, de nuestra cultura, de nuestras creencias, sin perder aquellos avances sociales que nos han hecho como somos? ¿Sabremos armonizar la pluma y la espada como hizo Cervantes? ¿Sabremos conjugar seguridad con libertad y tolerancia? ¿Nos dejarán estos implacables enemigos hacerlo?
Nuevamente Europa está ante un gran reto, quizás no tan grande como aquellos que afrontaron nuestros antecesores (o quizás sí, y no nos demos cuenta), pero tenemos una gran ayuda para superarlo: La Historia. Si sabemos sacar las lecciones adecuadas de ella, si sabemos interpretar bien las amenazas que nos acechan, si sabemos poner por delante lo que nos une en vez de lo que nos distancia, tendremos mucho ganado.
El tiempo lo dirá.
«Los pueblos que desconocen su historia, están obligados a repetirla». Marco Tulio Cicerón.
«Los hombres y los pueblos sin memoria de nada sirven». Salvador Allende.
«Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte». Marcelino Menéndez Pelayo.
Jose Manuel Sánchez Chapela
Diciembre 2015
«Los pueblos que desconocen su historia, están obligados a repetirla». Marco Tulio Cicerón.
‘’Los hombres y los pueblos sin memoria de nada sirven’’. Salvador Allende.
“Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte’’. Marcelino Menéndez Pelayo.
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